"Era un tiempo duro, aquél. Década de 70, la policía nos abordaba en la calle con violencia y todos éramos sospechosos... hasta que se probara lo contrario. Nosotros, los jóvenes, quiero decir. Cabellos largos, pantalón azul-desmayado y ese montón de símbolos que marcaron aquellos tiempos picudos.
Pero había un símbolo mucho más poderoso y sobre lo que quiero hablar.
Conocí a Gustavo Pena en una feria hippie, allá por los 1973 ó 74. Mi amigo, Ariel Dennis Denstone, era un gran artesano - un orives que creaba, con ácido y soplete, intrincadas y bellas piezas de alpaca, componiendo lindos mosaicos poblados de pequeños y delicados seres.
Salíamos para vender sus piezas donde fuera posible. Y yo lo acompañaba encantado, soñando sus sueños, oyendo, en un viejo grabador K-7, rock progresivo y el blues de John Mayall. (Puedo garantizar que nunca más me olvidé la manera peculiar como ese bluesbreaker tocaba la gaita de blues).
Muy bien, yo era su secretario, un diligente compañero, un fiel escudero. Ya él era un artista. Un ser especial. Un inventor. Por esa altura, me contentaba en ser un simple burócrata. Un hombre que ya echaba raíces en una actividad que se confunde con la historia de mi propia vida. Para ser claro: era un escribano, era ya un aprendiz de registrador de la propiedad. Un Bartleby - ¡"ligeramente arreglado, lamentablemente respetable, extremamente desamparado!", como lo retrató Melville.
Fuimos a una plaza. Ya no sé donde queda. Perdí los mapas en un rincón cualquier de la memoria. Fuimos y volvimos en tren. Pero en la plaza, donde Ariel exponía sus cobijados objetos de arte, conocí, en una tarde de domingo, a Gustavo Pena. ¡Recibía, en aquel domingo, el más precioso regalo de la vida!
Él no hablaba portugués. Yo tampoco el español. Pero eso no nos impidió de inmediatamente establecer una comunicación que jamás se interrumpiría – ni tampoco en los períodos en que nos alejábamos por varias razones. Puedo decir que ni incluso ahora, cuando me acuerdo de todas los puentes que mi querido Príncipe cruzó en su vida.
Hablamos por largas horas sobre música. El código que redujo el babel de nuestras experiencias ha sido la música.
Gustavo fue un arquitecto de sonidos y creaba puentes. Una imagen de puentes quedará en la memoria para siempre. En las paredes de un gran muro blanco, en los costados del Monumento del Ipiranga, en una madrugada fría de la Paulicéia que él poco conocía, con su letrita elegante y segura, registró: Yo caminaba por el puente... con un sombrero.
Al lado había el insepulto Riacho del Ipiranga. Durante meses, incluso después de su partida a Montevideo, se echaba de frente con la inscripción. Lo sabía conectado, como yo estaba en nuestra inmediata comunión musical.
Nada ha sido por acaso. Riendo aquí mis homenajes al gran artista, músico, actor, filósofo y amigo eterno.
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