[Investigación histórica de Lucía Gálvez]
Ya en el siglo XVI, el virrey Toledo había intentado sin éxito borrar en Lima el recuerdo y la imagen del Inca, alegando que “vendrá a criar yerba de libertad”. Efectivamente, dos siglos después, el científico y perspicaz viajero Alexander von Humboldt observaba que “dondequiera que ha penetrado la lengua peruana, la esperanza de la restauración de los incas ha dejado huellas en la memoria de los indígenas, que guardan el recuerdo de su historia nacional” . Este sentimiento, renovado en las obras de teatro que se representaban con frecuencia, y por supuesto abonado en la explotación de que eran objeto los indios por parte de los corregidores del siglo XVIII, explica la rapidez con la que pueblos enteros se alistaron tras la figura del carismático mestizo José Gabriel Condorcanqui, después de tanto tiempo de opresión y pasividad.
Túpac Amaru, como eligió llamarse este “portavoz de los indios ante los blancos”, era quinto nieto del último Inca, y como tal, a los veintidós años reclamó para sí el título de cacique de los pueblos de Surimana, Pampamarca y Tangasuca, los dominios de Túpac Amaru I hacía doscientos años, a quien había ordenado ejecutar el virrey Toledo en 1572. José Gabriel había hecho sus estudios en el colegio jesuita para hijos de caciques del Cuzco, donde aprendió la historia sagrada, como lo prueban sus frecuentes alusiones a la Biblia, y probablemente también las teorías del jesuita Francisco Suárez sobre la soberanía del pueblo. En 1760 se había casado con Micaela Bastidas, valiente y decidida mujer que, además de darle tres hijos, lo animó y ayudó, junto a varias mujeres indígenas y mestizas, en una empresa que desde el primer momento consideró también como suya.
Su programa social fue claro y explícito desde un principio. No así el político, que fue variando a medida que se desarrollaban los acontecimientos. Cuando se acerca por primera vez a las autoridades españolas, en 1777, lo hace con un coherente programa de reivindicaciones: en primer lugar, conseguir la eliminación de la mita, sobre todo la minera que, si siempre había sido dura, con la disminución del número de indígenas era imposible de sobrellevar, en virtud de los esfuerzos inhumanos a que eran obligados. Las mayores acusaciones, sin embargo, estaban dirigidas a los corregidores, quienes, para poder conservar sus vidas lujosas e incrementar aún más los dividendos, obligaban a los indios a comprar toda clase de objetos inútiles, quedándose ellos con parte de la ganancia obtenida. La sabia legislación indiana había prohibido a los corregidores de indios comerciar con ellos, pero desde mediados del siglo XVIII esta prohibición pasó a ser letra muerta. Algunos funcionarios reales veían y denunciaban este estado de cosas pero no se tomaba ninguna medida seria, quizás porque la Corona no podía pagar de otro modo a los corregidores que así se cobraban su sueldo de lo que sacaban a los indios.
Viendo que sus peticiones no tenían eco, Túpac Amaru comenzó a preparar la insurrección haciendo acopio de armas de fuego, vedadas a los indígenas. Al mismo tiempo, trataba de atraer a criollos y mestizos a su causa, con desparejo resultado. La ocasión se presentó cuando el obispo criollo Moscoso excomulgó al corregidor de la provincia de Tinta, Arriaga, individuo particularmente odiado por los indios. Túpac Amaru lo ahorca “en nombre del rey” y así comienza la mayor sublevación de América, cuyos ecos llegaron hasta los virreinatos de Nueva Granada y del Río de la Plata, provocando nuevas insurrecciones en las que perdieron la vida, en conjunto, más de cien mil personas. Seguido por un entusiasta ejército de indios, empezó a recorrer pueblos y ciudades destruyendo a su paso los obrajes, símbolos de opresión, y emitiendo proclamas que modificaban su discurso según fueran dirigidas a los indios y a los esclavos, a los sacerdotes o a los criollos. Encarnando el espíritu “comunero” tan difundido en el inmenso imperio español, decía que su misión consistía en abolir los abusos y terminar con los corregidores, que él era el libertador del reino y el restaurador de los privilegios otorgados a sus antepasados por los Reyes Católicos.
El 23 de diciembre de 1780 se dirige especialmente a los criollos en una proclama, donde hace saber que “viendo el yugo fuerte que nos oprime con tanto pecho [impuestos] y la tiranía de los que corren con este cargo, sin tener consideración de nuestras desdichas, y exasperado de ellas y de su impiedad, he determinado sacudir el yugo insoportable y contener el mal gobierno que experimentamos de los jefes que componen estos cuerpos, por cuyo motivo murió en público cadalso el corregidor de Tinta, a cuya defensa vinieron de la ciudad del Cuzco una porción de chapetones, arrastrando a mis amados criollos, quienes pagaron con sus vidas su audacia. Sólo siento lo de los paisanos criollos, a quienes ha sido mi ánimo no se les siga ningún perjuicio, sino que vivamos como hermanos y congregados en un cuerpo, destruyendo a los europeos”.
Si Túpac Amaru hubiera podido tomar la ciudad del Cuzco, otro rumbo hubieren seguido los acontecimientos. Quizás hubiera podido negociar una paz digna y obtener un indulto. Pero el ilustre peruano no quería que corriera tanta sangre, y el tiempo que empleó en cartas al obispo y al cabildo de la ciudad para que se rindieran fue aprovechado por sus enemigos para enviar refuerzos considerables que hicieron imposible una victoria de los insurrectos. Con la llegada al Cuzco del visitador general José Antonio de Areche encabezando un ejército compuesto de 17.116 hombres muy bien armados -que Túpac llama “una porción de chapetones”-, la situación se desequilibró en perjuicio de los rebeldes. Lo más importante, sin embargo, fueron las medidas políticas adoptadas por los jefes realistas: se prohibiría el reparto (el comercio obligatorio) de los corregidores y se indultaría con un perdón general a todos los comprometidos en la insurrección, exceptuando a los cabecillas. Estas medidas lograron que muchos desertaran o pasaran a las filas realistas. Túpac Amaru intentó todavía dar un golpe de mano atacando primero, pero el ejército realista fue advertido por un prisionero escapado y el golpe fracasó. La noche del 5 al 6 de abril se libró la desigual batalla entre los dos ejércitos.
Con la derrota, Túpac Amaru y los suyos quedarían expuestos a lo peor del funcionariado de las colonias, que se cobraría con creces los momentos de humillación y miedo que debió pasar por su causa. El viernes 18 de mayo de 1781, en la plaza de la ciudad del Cuzco, ante las milicias formadas, por medio de dos verdugos, “se les dio las siguientes muertes: a Verdejo, Castelo, al zambo y a Bastidas se les ahorcó llanamente. A Francisco Túpac Amaru, tío del insurgente, y a su hijo Hipólito, se les cortó la lengua antes de arrojarlos de la escalera de la horca. A la india Condemaita se le dio garrote en un tabladillo con un torno de fierro... habiendo el indio y su mujer visto con sus ojos ejecutar estos suplicios hasta en su hijo Hipólito, que fue el último que subió a la horca. Luego subió la india Micaela al tablado, donde asimismo en presencia del marido se le cortó la lengua y se le dio garrote, en que padeció infinito, porque, teniendo el pescuezo muy delgado, no podía el torno ahogarla, y fue menester que los verdugos, echándole lazos al cuello, tirando de una a otra parte, y dándole patadas en el estómago y pechos, la acabasen de matar.
“Cerró la función el rebelde José Gabriel, a quien se le sacó a media plaza: allí le cortó la lengua el verdugo, y despojado de los grillos y esposas, lo pusieron en el suelo. Le ataron las manos y pies a cuatro lazos, y asidos éstos a las cinchas de cuatro caballos, tiraban cuatro mestizos a cuatro distintas partes: espectáculo que jamás se ha visto en esta ciudad. No sé si porque los caballos no fuesen muy fuertes, o porque el indio en realidad fuese de hierro, no pudieron absolutamente dividirlo después que por un largo rato lo estuvieron tironeando, de modo que lo tenían en el aire en un estado que parecía una araña. Tanto que el Visitador, para que no padeciese más aquel infeliz, despachó de la Compañía una orden mandando le cortase el verdugo la cabeza, como se ejecutó.
“Después se condujo el cuerpo debajo de la horca, donde se le sacaron los brazos y pies. Esto mismo se ejecutó con las mujeres, y a los demás les sacaron las cabezas para dirigirlas a diversos pueblos. Los cuerpos del indio y su mujer se llevaron a Picchu, donde estaba formada una hoguera, en la que fueron arrojados y reducidos a cenizas que se arrojaron al aire y al riachuelo que allí corre. De este modo acabaron con José Gabriel Túpac Amaru y Micaela Bastidas, cuya soberbia y arrogancia llegó a tanto que se nominaron reyes del Perú, Quito, Tucumán y otras partes...
“Este día concurrió un crecido número de gente, pero nadie gritó ni levantó la voz. Muchos hicieron reparo, yo entre ellos, de que entre tanto concurso no se veían indios, a lo menos en el traje que ellos usan, y si hubo alguno, estarían disfrazados con capas o ponchos. [...] Habiendo hecho un tiempo muy seco y días muy serenos, aquel día amaneció entoldado, que no se le vio la cara al Sol, amenazando por todas partes a llover. Ya la hora de las 12, en que estaban los caballos estirando al indio, se levantó un fuerte refregón de viento y tras éste un aguacero que hizo que toda la gente, aun las guardias, se retirasen a toda prisa.
“Esto ha sido causa de que los indios se hayan puesto a decir que el cielo y los elementos sintieron la muerte del Inca, que los inhumanos e impíos españoles estaban matando con tanta crueldad”.
Etiquetas: Cultura, Incas, Indigenas, Túpac Amaru
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