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por María José Hernández Lloreda






Como ser humano, uno tiene la sensación de que la información tal y como la percibimos es una representación fiel de la realidad. Sin embargo, un acercamiento no ingenuo nos hace ver hasta qué punto gran parte del resultado se debe a un proceso que tiene lugar en la mente. Así lo han ido demostrando todos los que desde diversos planteamientos (filosóficos, psicológicos, neurológicos, etc.) han reflexionado sobre el problema.

Esto nos lleva a considerar que existen diferentes interpretaciones, todas ellas compatibles con una misma realidad. El asunto se complica un poco más cuando la realidad está generada por el hombre, es decir, cuando existe una intención concreta por parte del que la crea. Por ejemplo, al transmitir una información el que la emite es el que está creando la realidad y, por lo tanto, él es el que, en última instancia, determina su valor de verdad. Lo mismo se puede decir de cualquier obra de arte: es un objeto real pero creado con una intención por parte del autor. Ahora bien, una vez que el emisor o el autor se desprende de ella, el mensaje o la obra se convierte en algo independiente de la intención que la originó.

Por eso, las palabras que uno pronuncia actúan como realidad externa para el que las recibe y la información que el emisor trata de transmitir no siempre es la que el receptor del mensaje percibe. Todos somos víctimas de malentendidos; a veces observamos con asombro cómo nuestro mensaje se transforma en un monstruo en la mente del otro y, a veces, generamos monstruos con sus mensajes. Cada uno piensa que el otro está equivocado, como no podría ser de otra manera, porque de lo que podemos estar seguros es de lo que nosotros hemos percibido. Pero el otro siempre puede tener razón.

Creo que el origen está en que siempre se parte del siguiente axioma: “la información conduce de forma directa e inequívoca a un único mensaje”. Actuar así puede resultar bastante adaptativo. Pero un análisis más racional debe hacernos ver que la interpretación depende, al menos, de dos variables: del propio mensaje y del estado del sistema de conocimiento, es decir, de lo que “tiene en la cabeza” la persona que lo recibe.

Por suerte, la mayor parte de los mensajes no producen grandes problemas. Pero cuando el contenido emocional del mensaje o el estado emocional del emisor y el receptor son parte importante de la interacción, es muy probable que se produzcan malentendidos. Si uno quiere evitarlos hay que tener en cuenta cómo es la forma en la que se procesa la información.

Voy a utilizar uno de los ejemplos clásicos, en los que una misma realidad puede percibirse de forma diferente porque de alguna forma es ambigua y, por tanto, compatible con diferentes realidades según sitúe uno el foco de atención. En esta figura puede verse una joven o una vieja; observándola con un poco de detenimiento se perciben fácilmente las dos. Pero supongamos que dos personas ven durante unos segundos la imagen por primera vez y que perciben figuras distintas, en este caso sería imposible ponerse de acuerdo sobre lo que hay en la imagen y serían víctimas de un malentendido insalvable.




En otros casos, la realidad no es ambigua, pero la forma en la que se presenta la información propicia el malentendido. Para entendernos nos puede servir el ejemplo que pone Alejandro Polanco Masa, en atontados: “Lo más intrigante de esas visitas es el comportamiento de la gente que entra en la librería, algo que también he podido observar en otras [situaciones] similares. En la puerta hay un cartel, bastante grande, en el que puede leerse sin dificultad alguna: NO SE HACEN FOTOCOPIAS. Bien, pues si cada hora entran en la librería diez personas, inevitablemente ocho de ellas entran preguntando si se hacen fotocopias”. Lleva razón, el cartel puede leerse sin dificultad. Pero la gente no está leyendo. Probablemente si acompaña a las ocho personas a la puerta y les pide que lean el cartel, todas dirán que pone “no se hacen fotocopias” e incluso pedirán disculpas por el error. Pero claro, ocho de cada diez personas no pueden estar equivocadas.

El sistema de procesamiento no analiza detenidamente toda la información: dispondríamos de un sistema muy poco eficiente si lo hiciera, por eso una vez que aprendemos a leer, la lectura se hace con información parcial e incluso en condiciones sorprendentes.

El cartel no está diseñado para la función que pretendía. Nadie espera –y por tanto las expectativas juegan en su contra– que le digan lo que no se hace: no se hacen fotocopias, no se hacen operaciones de cirugía estética, no se dan clases particulares… Por tanto, lo que atrae la atención es la palabra FOTOCOPIAS y el NO pasa completamente desapercibido. ¿Llevaríais a un hijo un local donde en la puerta pusiera “no se asesinan niños”? Más bien darían ganas de llamar a la policía.

Cuando uno pretende transmitir un mensaje tiene que tener siempre en cuenta el estado de la mente del que lo recibe. Si uno lo conoce bien, la probabilidad de acertar es mayor. Uno sabe que determinadas cosas van a producir un efecto determinado en un amigo y otro muy distinto en su madre. Si el mensaje es para el público en general, se debe tener en cuenta el modelo general de procesamiento de la información. La realidad es la misma, el estado del sistema de conocimiento no. En nuestro ejemplo lo que el dueño de la papelería quiere es que el mensaje represente la misma información para la mayoría. Por lo tanto, si ocho de cada diez personas entran a hacer fotocopias, debe quitar el cartel o probar con la palabra FOTOCOPIAS tachada; seguro que es más efectivo.

Inevitablemente siempre se producirán malentendidos, siempre habrá alguien que interprete nuestro mensaje de una forma que no habíamos previsto. La única forma posible de aclararlo es intentar ver si la otra interpretación también es compatible con la realidad.




Fuente: El Ojo Que Vé (Libro de Notas)

Vea también: Prueba para evaluar la capacidad de atención

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