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El consumismo tiene una fuerte raíz en la publicidad masiva y en la oferta bombardeante que nos crea falsas necesidades. Objetos cada vez más refinados que invitan a la pendiente del deseo impulsivo de comprar. El hombre que ha entrado por esa vía se va volviendo cada vez más débil.



La otra nota central de esta pseudoideología actual es, como se ha dicho, la permisividad, que propugna la llegada a una etapa clave de la historia, sin prohibiciones ni territorios vedados, sin limitaciones Hay que atreverse a todo, llegar cada día más lejos. Se impone así una revolución sin finalidad y sin programa, sin vencedores ni vencidos.



Si todo se va envolviendo en un paulatino escepticismo y, a la vez, en un individualismo a ultranza, ¿qué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar? Este derrumbamiento axiológico produce vidas vacías, pero sin grandes dramas, ni vértigos angustiosos ni tragedias_ «Aquí no pasa nada», parecen decirnos los que navegan por estas aguas. Es la metafísica de la nada, por muerte de los ideales y superabundancia de lo demás. Estas existencias sin aspiraciones ni denuncias conducen a la idea de que todo es relativo.



El relativismo es hijo natural de la permisividad, un mecanismo de defensa de los que Freud estudió y diseñó de forma casi geométrica. Así, los juicios quedan suspendidos y flotan sin consistencia: el relativismo es otro nuevo código ético. Todo depende, cualquier análisis puede ser positivo y negativo; no hay nada absoluto, nada totalmente bueno ni malo. De esta tolerancia interminable nace la indiferencia pura.



Estamos ante la ética de los fines o de la situación, pero también del consenso: si hay consenso, la cuestión es válida. El mundo y sus realidades más profundas se someten a plebiscito, para decidir si constituye algo positivo o negativo para la sociedad, porque lo importante es lo que opine la mayoría.



Hablamos de libertad, de derechos humanos, de conseguir poco a poco una sociedad más justa, abierta y ordenada. Por una parte, defendemos esto, y, por otra, nos situamos en posiciones ambiguas que no hacen más humano al hombre ni lo conducen a grandes metas. Es la apoteosis de la incoherencia. Entonces, ¿dónde puede el hombre hacer pie?, ¿dónde irá a buscar puntos de apoyo firmes y sólidos?



Un ser humano hedonista, permisivo, consumista y centrado en el relativismo tiene mal pronóstico. Padece una especie de «melancolía» new look: acordeón de experiencias apáticas. Vive rebajado a nivel de objeto, manipulado, dirigido y tiranizado por estímulos deslumbrantes, pero que no acaban de llenarlo, de hacerlo más feliz. Su paisaje interior está transitado por una mezcla de frialdad impasible, de neutralidad sin compromiso y, a la vez, de curiosidad y tolerancia ilimitada. Este es el denominado hombre cool, a quien no le preocupa la justicia, ni los viejos temas de los existencialistas (Soren Kierkegaard, Martin Heidegger, Jean Paul Sartre, Albert Camus_), ni los problemas sociales ni los grandes temas del pensamiento (la libertad, la verdad, el sufrimiento_). Ya no lee el Ulises de James Joyce, ni En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, ni las novelas de Hermann Hesse.



Un hombre así es cada vez más vulnerable, no hace pie y se hunde; por eso, es necesario rectificar el rumbo, saber que el progreso material por sí mismo no colma las aspiraciones más profundas de aquél que se encuentra hoy hambriento de verdad y de amor auténtico. Este vacío moral puede ser superado con humanismo y trascendencia (de tras-, atravesar, y scando, subir); es decir, «atravesar subiendo», cruzar la vida elevando la dignidad del hombre y sin perder de vista que no hay auténtico progreso si no se desarrolla en clave moral.






*Fragmento de "El hombre Light" de Enrique Rojas.

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